I
Alambre tomó la carta que le extendía el comisario de abordo extrañado por la expresión socarrona de éste. Él le explicó que por error había abierto el sobre, dándose cuenta por el contenido que no era para él, y se disculpaba.
El sobre manuscrito estaba dirigido a Juan Daireaux. Se agregaba debajo el nombre de la compañía aérea y Buenos Aires, Argentina, sin indicar la calle y el número. Se sorprendió al notar que la estampilla fuese de Hungría. ¿Que broma era esta? Se preguntó pensativo mientras miraba de reojo a Daireaux que continuaba sonriendo burlón. ¿Por qué habían juntado su nombre, Juan, con el apellido del comisario de abordo, Daireaux? ¿Cuál sería el chiste? Se volvió a preguntar sin atreverse a abrir el sobre por temor al ridículo. Miró, entonces, el dorso del sobre y leyó el remitente. Escrito con la misma letra decía: Ilonka Török y una dirección en Hungría. La luz se le hizo de repente en su cerebro. Confundido le pidió disculpas a Daireaux. Con torpeza se dirigió hacia un rincón del hangar donde había unas cajas apiladas seguido por la mirada del comisario. Éste no perdía la sonrisa aunque la había cambiado por una más cálida y comprensiva. Alambre se ocultó detrás de las cajas como un niño que se esconde para no ser castigado por una travesura. Con manos inseguras miró el contenido del sobre; dentro había una tarjeta postal con una vista de un puente. Estaba tomada desde uno de los extremos cuya entrada custodiaban un par de leones de piedra. No necesito leer para saber de que puente se trataba y que el río que corría por debajo se llamaba Danubio.
Leyó con dificultad el reverso de la tarjeta, con igual letra que el sobre, decía: “Meg emlékszem te illat…”, y debajo firmaba “Ily“. Ignoraba el significado del mensaje pero intuyó que era un saludo y a la vez un recordatorio de que ella existía. Y por unos instantes su mente fue una confusión de imágenes. Para serenarse se sentó en una de las cajas y encendió un cigarrillo; inhaló el humo tres veces seguida y exhaló con fuerza una humareda.
Habían pasado tres largos años pensó mirando hipnotizado la escritura de la tarjeta. Y entonces comenzó a evocar.
Todo comenzó una tarde de un tibio sábado de otoño al cruzar con aire aburrido el viejo puente sobre el Danubio. Recordó que cuando llegó a la mitad del recorrido se detuvo y se inclino sobre la baranda observando, sin entusiasmo, el fluir del famoso río. Siempre había oído decir que era de color azul. Incluso sabía que había un vals que en la mayoría de las veces tocaban en los casamientos y cumpleaños de quince que se llamaba “Danubio Azul”. Pero lo que vieron sus ojos aquella vez era un simple río de color similar al del Río de la Plata. Luego había decidido completar su recorrido hasta el extremo opuesto del puente. Fue en ese instante, hizo memoria, cuando la vio.
Venía caminando hacia él con aire pensativa. Sus cabellos cortos eran rubios, rellenita de cuerpo y un poco caderona. Una mujer madura como él. Sintió en aquel instante que su cuerpo se contraía. Y ella pasó por su lado ignorándolo.
¾Hola ‑ atinó a decir. Ella entonces se detuvo y giró la cabeza sorprendida enfrentándolo; los ojos grises de la mujer lo miraron extrañada, y de su boca salieron sonidos que él no pudo comprender. ‑ Hola, que tal… Lindo día…¿no?‑ contestó él por decir algo. Una sonrisa se dibujo en los labios de ella, y volvió a pronunciar palabras indescifrables a sus oídos. Sin embargo el sonido de su voz le pareció amistoso.
‑ ¡Je…! No hablo húngaro‑ contestó inseguro. ¡Flor de mina, y no puedo decirle nada! recordó que murmuró. ‑ Soy Argentino…¡Je!‑ atinó a decir en tono inocente.
La mujer quedó unos instantes dubitativa antes de decir: ‑Speak English…?
‑ ¡Que! ¡Ah, sí! ¡No, no…!‑ respondió entonces sorprendido acompañando la respuesta con un gesto de la mano queriendo decir “más o menos”. En realidad él no sabía ni una palabra de inglés. Pero quería mantener el dialogo.
‑Where are you from…?‑ preguntó entonces la mujer.
‑ Buenos Aires, Argentina‑ respondió por reflejo. En tantos viajes por el mundo arriba del carguero. Y de tanto pasar por las aduanas había llegado a asimilar más de veinte preguntas y respuestas del idioma inglés. Y esta había sido una de ellas.
‑ Buenos Aires, Argentina!‑ exclamó ella con una expresión risueña. ‑ Beautiful City, yes? Tango, no?‑ agregó sin dejar de sonreír. ‑ What is your name…?‑ quiso saber de inmediato.
‑Juan…‑ respondió otra vez por reflejo. Ella lo miró extrañado como si no entendiese. ‑ Ju…an…‑ repitió silabeando.
‑ Ju‑an ‑ repitió ella con un raro acento en sus oídos.
‑ Sí, Juan ‑ contestó pausado.
‑ Juan ‑ logró pronunciar ella. ‑ My name is Ilonka.
‑ Ilonka… ‑ respondió como un eco pensando en lo raro del nombre. ‑ Ilonka ‑ repitió.
Las preguntas entonces que ella le hizo a continuación en inglés ya no las entendió. Lo cual, recordó, comenzó a desesperarlo. Por señas y como pudo le dio a entender que no entendía nada. Ella lo miró con sus ojos grises brillantes en silencio por unos segundos. Después, señalando hacia una de las orillas dijo ¾Pest¾, luego señaló hacia la orilla opuesta y dijo ¾Buda¾, luego agregó unas palabras más que él entendió no eran del idioma inglés por lo que supuso serían húngaras. La miró y repitió tontamente “Buda… Pest” señalando cada orilla.
Volvieron a quedar en silencio. Recordó entonces que a pesar de la barrera del idioma algo lo estaba atando a ella. Tuvo la sensación que ella tampoco tenía deseos de irse.
Se esforzó, entonces, en poner su mejor expresión de simpatía. Movió los dedos índice y medio de su mano derecha sobre la palma de su mano izquierda tratando de que ella entendiera que la invitaba a caminar. Señaló para reforzar el gesto hacia el final del puente.
‑ Walking…?‑ dijo la mujer. Él comprendió esa palabra y entonces caminaron en silencio hasta salir del puente. Luego ella le señaló, acompañando con frases en húngaro, una escalera de piedra al pie del puente, indicándole que bajaran. Él asintió con la cabeza mansamente y descendieron hasta la orilla del río. Ella volvió a decirle algo en su lengua adelantándose y señalando un banco se sentó; él hizo lo mismo. Estaba confundido y no sabía como manejar la situación. Se desesperaba por entender a la mujer, pero no sabía como. Miró en silencio el río y los edificios de la costa vecina, y en ese instante ella volvió ha hablarle en su endemoniado idioma. Él la miró con una expresión de no entender y ella se quedó mirándolo a los ojos por unos segundos pensativa. Después reacciono y dijo: ‑Yes‑ y movió la cabeza de arriba abajo y viceversa tratando de alentarlo a que repitiera la frase afirmativa. Él repitió ‑Yes‑ Luego ella dijo ‑ No ‑ con entonación inglesa moviendo la cabeza y el dedo índice a ambos lados. Agregó otras palabras en húngaro y luego lo miró con sus ojos chispeantes y una graciosa sonrisa en los labios que a él le cautivo. Después ella rebuscó en su cartera, para luego sacar una libreta y un lápiz. De inmediato abrió la libreta y en el medio de una hoja en blanco trazó una línea vertical; del lado derecho escribió “Magyar” y del lado izquierdo “Spanish”, formando así dos columnas.
‑ ¡Ah! “Español”‑ exclamó él satisfecho de su descubrimiento. ‑Y…¿Magyar…? ¿Que quiere decir?‑ preguntó respondiendo de inmediato: ‑¿”Húngaro”?
‑Yes, “Hungarian”‑ contestó ella con fuerte acento sin abandonar la sonrisa. Él, entonces, la quedó mirando con una expresión que quería decir “no entiendo”. Y ella pareció captar el mensaje; paciente señaló las dos columnas y repitió: ‑Magyar, Hungarian; Spanish, “Espaniol”.
‑¿”Jan…que…?‑ pronunció él. Entonces ella advirtió que su pronunciación inglesa era distinta a la del español.
‑Hungarian‑ volvió a pronunciar con entonación inglesa y señalo la columna spanish en un intento de que lo entendiera, y él seguía sin entender, notando que la mujer parecía que perdería en unos segundos la calma. El entonces sonrió intentando suavizar la tensión. En ese instante, rememoró, los distrajo el paso de una lancha quedándose unos segundos mirando el paso de la misma.
‑Lindo paseo‑ recordó que comentó él aprovechando decir algo.
‑¿Lendo paseoo…?‑ repitió ella con mala pronunciación.
‑Paseo, paseo‑ repitió entonces él intentando corregirla. ‑Pa‑se‑o‑ volvió a repetir con un silabeo.
‑Paseo‑ pronuncio entonces correctamente ella sin perder la sonrisa. Luego tomó nuevamente la libreta y en otra hoja en blanco trazó tres líneas verticales formando tres columnas; en la primera escribió Hungary, en la segunda English y en la tercera Spanish. Luego lo miró y con un ademán le señaló que prestara atención. Debajo de English escribió “Yes” e hizo un gesto afirmativo con su cabeza. Luego escribió en la columna de Hungarian: “Igen”, y repitió el mismo gesto afirmativo con la cabeza. Por último señaló la columna Spanish y le extendió el lápiz y la libreta y con gestos intentó que escribiera el equivalente afirmativo en español. Él, tomó la libreta y el lápiz con cierta duda de si la había entendido o no. Sin embargo se decidió a escribir “sí” en la columna Spanish. Ella al leer lo escrito exclamó:‑ Sí‑ y él asintió sonriente ‑¡Igen!‑ exclamó ella con alegría y ambos rieron. Luego, ella tomó la libreta y el lápiz de sus manos y escribió “nem” en la columna del húngaro y “no” en la columna del inglés. Él entonces tomando el lápiz y la libreta escribió “no”. Mientras le devolvía los instrumentos de escritura se atrevió a aclararle la pronunciación del español y del inglés.
Sonriendo comprensiva ella señaló la lancha cuya popa se percibía a lo lejos y repitió: ‑Paseo‑ Él asintió.
A pesar de haber pasado tres años recapacitó todavía recordaba la primera palabra húngara que escribió ella en la libreta: “hagó” y su equivalente en inglés: “boat”. Ella en aquel momento le propuso que escribiera el significado de ambas palabras en español. El entonces entendió que debía escribir: “Paseo”. Y luego, recordó, que ambos se miraron satisfechos por estar entendiéndose.
Así, rememoró, siguieron un tiempo más anotando el significado de las palabras en cada idioma hasta formar varias páginas de la libreta. Aún hoy, admitió, no está convencido de que muchas de las palabras que ella anotaba fueran las correctas. Siempre le quedó la sensación de que en determinados momentos ambos se referían a cosas distintas sin darse cuenta.
Más tarde, se quedaron observando a una joven pareja de enamorados que caminaban por el sendero paralelo al río; la muchacha sostenía una rosa y la olía después de cada beso que le daba el joven amante. Al pasar frente a ellos la pareja se detuvo, ignorándolos, y ambos se besaron apasionadamente en un interminable abrazo. Luego continuaron su camino deteniéndose otra vez a unos pocos pasos. La muchacha entonces aspiró profundamente el perfume de la flor. Seguido con un ademán ceremonioso que acompañó su joven amante arrojaron la flor al Danubio. Reiniciaron su caminata acompañados un tramo por la rosa que se dirigía al mar.
Él y ella se quedaron en silencio observando a la pareja que se alejaba por la vera del río. Sonrió al recordar que él, menos atento a la pareja, se estrujaba el cerebro pensando como podía hacer para comunicarse con la mujer. Pensaba que era una situación desesperante. Como sordos debían comunicarse por señas. Pero a su vez ambos ignoraban el símbolo de los gestos con el cual se comunican los privados del habla y del oído. En eso estaba pensando él cuando ella súbitamente se levantó y mirándolo con ojos brillantes le dijo algo que él no entendió. La miró con expresión inocente. Y ella sin perder la sonrisa le extendió la mano para que él la tomara. Mecánicamente, asió la mano de la mujer y se levanto. Al sentir el contacto tibio y suave de la mano de ella recordó que se estremeció. Ella volvió a decirle algo sin poder acertar él lo que quería transmitirle. Mientras, ella lo sujetó del brazo y con su otra mano lo obligó a encaminarse hacia la escalera de la escollera. Subieron hacia la calle paralela a la costanera. Después cruzaron las vías del tranvía y se detuvieron en la parada.
II
Unos minutos más tarde ascendieron a un tranvía que corre un gran tramo paralelo al Danubio. Ella se sentó del lado de la ventanilla que daba al río y él a su lado. De inmediato ella comenzó a hablarle con una expresión segura de que sería entendida. Y él recordaba que se esforzaba inútilmente en captar los sonidos que emanaban de la boca de ella y comprenderlos. Sin embargo intuía que ella le estaba describiendo los edificios que se veían en la costa opuesta del río. Quizá, conjeturó, sus nombres y sus significados. Quizá, pensó, estuvo haciendo referencias del enorme castillo que se erguía sobre una colina. O acerca de un monumento (de un hombre, o una mujer, no pudo distinguir el sexo). Éste con los brazos extendidos hacia arriba parecía aún más alto y asemejaba una torre puntiaguda de una iglesia. Más tarde ella le dijo algo que él interpretó como una pregunta directa mientras lo miraba con una sonrisa traviesa. El entonces lo único que pudo contestarle fue con un encogimiento de hombros y murmuró irritado consigo mismo: ¾Piba, no te entiendo ni jota¾. Ella entonces le dio unas palmaditas en el dorso de su mano. Luego hizo un ademán que dedujo como que no importaba que la entendiera; giró después ella la cabeza hacia la ventanilla y se quedó ensimismada con la vista perdida en el paisaje. Él, entonces, se quedó indeciso, sin saber que hacer o decir. Ladeó la cabeza hacia el pasillo del tranvía y se distrajo mirando disimuladamente a los pasajeros. Sus rostros le resultaron familiares y sus ropas le parecieron tan comunes como las que usaba él en ese momento. El traqueteo del tranvía le hizo recordar su niñez, cuando sus tíos lo trajeron por primera vez a Buenos Aires. Por primera vez subió a un “tranway” como los denominaba su tío. Que aventura había sido ese viaje desde la estación Constitución hasta Quilmes. Rememoró como se maravilló ante el caos y ruido del tránsito por la ciudad. De los edificios altos y grises; de la gente que caminaba apurada de un lado al otro, la mayoría con la mirada en el piso como buscando algo perdido en la calle. Pero lo que más le fascinó, recordó risueño, fue a los policías. Estos dirigían el tránsito desde una garita parecida a una pequeña torre techada y forrada en lona. Ubicada en la intersección de dos avenidas hacían sonar estrepitosamente el silbato. Seguido con ademanes marciales y giros de noventa grados, rígidos y cortantes, detenían los autos que venían en un sentido dando paso a los que estaban detenidos en sentido contrario. También le llamó la atención sus cubre mangas blancos almidonados como el cubre nuca sujeto a una gorra parecida a un plato. Después recordó cuando cruzaron el puente del Riachuelo; una estructura de hierro que retumbaba al paso del tranvía y los vehículos como si fuese a venirse abajo. ¿Que diferencia había entre el Danubio y el Riachuelo? se preguntó ahora. ¾Bueno¾, se dijo, ¾el Riachuelo tiene un olor no muy agradable a la nariz, Aromas del Cairo le decían¾, reflexionó, y añadió: ¾Y manchas negras de petróleo y aceites de máquina que hacían pensar más que en un río de color de león en un leopardo con manchas¾. Pero aún así y todo, reflexionó, un río era un río. Después consideró que no había diferencia entre la gente del tranvía de su niñez y aquella otra en Budapest. Los rostros de los pasajeros le parecieron iguales. Mientras el tranvía se desplazaba paralelo al Danubio pensó que si él hubiese despertado en aquel momento de un largo sueño hubiese creído que la gente que lo rodeaba era tan argentina como él.
Al tiempo que pensaba esto, trataba infructuosamente de encontrar una solución a su problema de comunicación. ¿Cómo hacerme entender? se había preguntado por enésima vez mientras ambos se miraban en silencio mostrando los dos una sonrisa forzada. Rato después ella volvió a decirle algo y él no tuvo más remedio que reiterarle con el mismo ademán de que no entendía. Ella entonces lo empujó suavemente y señaló hacia delante parándose. Comprendió que debían bajar. Asintió, entonces, tontamente y se levantó.
Ya en la calle ella señaló hacia la vereda de enfrente. Al tiempo que pronunciaba unas palabras en su lengua a la par que lo tomaba del brazo y lo invitaba a cruzar la calle.
Luego caminaron en silencio varias cuadras por calles que parecían un centro comercial. Él continuaba torturándose pensando si estaba perdiendo el tiempo haciendo de acompañante mudo, o si se llegaría a acostar con ella. En definitiva, el acostarse, era su único objetivo. Por lo que careciendo del poder de la palabra y estando acostumbrado a usarla para comunicarse se sentía anulado e ignoraba como encarar la “cosa”. No sabía hacer el “tren” en un caso así. Admitió que pudo ahorrar tiempo tomándola en sus brazos y besándola con fuerza, ahí no más. Hubiese sido una forma rápida de entenderse, pero tuvo miedo de fracasar, pensó que le daría un sopapo y lo dejaría plantado. También se le había ocurrido comenzar con una caricia aquí, otra allá; después besarle la mano hasta que tomara temperatura, pero eso llevaba más tiempo. Por último pensó que la forma más práctica era hacer lo mismo que con las prostitutas de Marsella: señalarle un hotel, y listo. Pero las cosas no se dieron así, admitió; el destino ya había tejido el paño de como iban a resultar, rumió. Él tenía el palpito de que si seguía el “juego” ella lo llevaría a la cama.
Recordó con placer que con todos los inconvenientes de comunicación le agradaba estar al lado de ella. Y en aquel momento debió aceptar que, entre pasear solo por una ciudad desconocida y con un idioma que para él era lo mismo que el chino, era mejor hacerlo con una mujer. Aunque tuviese que comunicarse por señas como el “penado 14″.
En su caminata, recordó luego, ella se paró en una vidriera de un negocio observando detenidamente la ropa de bebes que se exhibían en unos escaparates. Aún estaba grabada en su memoria la expresión dulce que adquirió la mujer mientras murmuraba suavemente en su lengua materna. Él, sin poder comprender, se sintió como un marido paseando con su esposa. Visto a la distancia le extrañó que en aquel momento se sintiera cómodo en ese papel.
Así fueron caminando despaciosamente. Ella deteniéndose en algunas vidrieras de los negocios mientras hacia uno que otro comentario sobre lo que exhibían sin importarle si él entendía o no. Así llegaron a una especie de plazoleta que a él le recordó a la Recoleta. Y volvió a sentir esa sensación de que estuviese donde estuviese, en cualquier ciudad del mundo, siempre habría un lugar igual a otro lugar de otra parte del mundo.
Cuando estaba pensando en eso se dio cuenta que ella le estaba hablando y señalando unas mesas distribuidas sobre la vereda enfrente a una confitería. Luego ella hizo un ademán como de beber y él comprendió y de inmediato asintió.
Mientras esperaban que los atendieran sentados en una de las mesas de la vereda, él paso la vista por el lugar. Se convenció que, salvo el parloteo extraño que se oía a su alrededor, podría pensar que estaba en “La Biela”. Giró la cabeza y leyó el nombre de la confitería escrito sobre la marquesina: ‑Ger…be…aud…‑ silabeo en voz alta.
‑Gerbeaud‑ pronunció ella correctamente sin dejar de sonreír corrigiendo la pronunciación de él. ‑Gerbeaud‑ repitió incitándolo a decirlo correctamente.
‑Gerbeaud‑ dijo entonces correctamente con una sonrisa de satisfacción.
‑¡Igen!‑ exclamó ella y agregó otras palabras que supuso serían de felicitación.
‑Värösmarty Square‑ agregó luego de una pausa señalando los alrededores de la plazoleta.
‑¿Como?‑ preguntó sorprendido.
‑Värösmarty Square‑ repitió ella animándolo otra vez a pronunciar el nombre del lugar. Recordó entonces que al fijar la vista en sus labios, cuando repetía el nombre, se tuvo que contener para no besarla. Cerró los ojos para no tentarse y dijo: ‑ Värösmarty Square…
‑ ¡Rendben van!‑ exclamó ella, y aún hoy no comprende por qué le quedó grabada esas palabras tan raras.
Después de tomar un café cada uno, ella miró la hora e hizo un comentario en su idioma. Seguidamente, lo observó detenidamente por largos segundos. Después de parecer satisfecha con su examen ocular tomó el cuaderno y escribió unas líneas en su libreta. Luego le pareció que se arrepentía en escribir y lo volvía a mirar con expresión concentrada.
Sonrió ahora, pensando en el esfuerzo que en aquel momento hizo ella para que lo entendiera por medio de señas, gestos y escritura sobre la libreta. Primero quiso saber en que hotel se alojaba, después quiso saber como se decía corbata y saco y hora en español. Calculó que le llevó por lo menos media hora entender lo que quería y otra media hora comprender tres cosas: que ella lo invitaba a la opera, que entonces pasaría por él hotel donde se alojaba a eso de las 7 de la noche, que estuviese vestido con saco y corbata.
Recordó que cuando llegó al hotel aún le dolía la cabeza del esfuerzo de concentración que tuvo que hacer para finalmente entenderla a medias. Reconoció que no estaba preparado para trabajar demasiado con la cabeza. A él le gustaban, y le gustan, las cosas simples, sin complicaciones y sin que tenga que pensar mucho. Y esa vez, admitió, tuvo que esforzarse en pensar más de lo que pensaría el resto de su vida.
Al dolor de cabeza se le sumó la preocupación de que ella le había insistido con todas las señas y gestos posibles en el uso de un traje y corbata. Por lo poco que pudo entender parecía que a la opera no se permitía la entrada “vestido así no más”. Solo en tres ocasiones, recordaba ahora, usó traje y corbata: cuando su hermana se casó; cuando falleció su padre; y cuando bautizaron al hijo de su hermana. Todo eso en el lapso de veinticinco años con el mismo traje, la misma camisa y la misma corbata; aunque admitía que en el bautismo ya le quedaba chica la ropa. Pero la cosa era que en Budapest no tenía el traje y no sabía como conseguir uno.
Se quedó sentado en el lobby del hotel varias horas sin atreverse a subir a su habitación. Su cabeza daba vueltas confundido tratando de encontrar una solución cuando acertó a pasar por su lado Daireaux. Sin dudar le confesó su aventura y desventura.
El comisario de abordo, después de escucharlo, (a él le pareció que se divertía), lo tomó de un brazo mientras le decía que no se preocupara, que no se hiciese problemas, y se lo llevó a su habitación. Cuando ingresaron en ella, Héctor, el mecánico, que compartía la pieza con el comisario, se encontraba tirado en la cama. Daireaux le contó su “drama”. Luego le preguntó a Héctor si lo vestían de “comandante”; (sospechó que el comisario le guiñaba un ojo al mecánico) y éste tardó unos segundos en contestar antes de largar una sonora carcajada. Él entonces se ofendió de que le tomaran el pelo e intento salir de la habitación. Entonces sus compañeros le pidieron disculpas tranquilizándolo. Ellos tenían lo que necesitaba. Seguido Daireaux le aconsejo que se fuera a bañar y afeitar. Que se apurara ya que faltaba un poco más de una hora para la cita. Ellos se encargarían de la ropa. Admitió que se dirigió a su habitación no muy convencido de la buena voluntad de sus compañeros. Y cuando salió de la ducha ya estaba Héctor en su habitación ofreciéndole su colonia importada. El se la agradeció sabiendo lo cara que era. Luego entro Daireaux. Señaló que, siendo los dos de la misma altura, (aunque para él el comisario era más gordo) el uniforme de aviador le quedaría bien. Y un uniforme era como un traje de etiqueta lo trató de persuadir.
Aún ahora que lo piensa le corre un escalofrío. En aquel momento se quedó helado. Sabía que no podía usar un uniforme que no le correspondía por rango ni por mérito, ni por reglamento. Recordó que dijo justificándose que él era un peón de la compañía aérea, y ese uniforme era para el personal de jerarquía. Además, argumento con turbación, que tanto él como sus compañeros se exponían a una sanción disciplinaria. Esto podía llegar hasta el despido por parte de la compañía aérea si usaba el uniforme. Lo rechazó asustado. Sin embargo Daireaux y Héctor insistieron con el argumento de que ellos se hacían responsables de tamaña infracción al reglamento. Le dijeron que se quedara tranquilo. Y así, poco a poco lo fueron convenciendo y él con cierto resquemor acepto el uso del uniforme. Sintió ahora otra vez frío pensando en lo que hubiese sucedido si el comandante se hubiera enterado. El despido era seguro, consideró.
Daireaux lo acompañó hasta el ascensor y le sugirió que se sacase la gorra y la sujetase debajo de la axila del brazo izquierdo. ¾Eso te hace más elegante¾ recordó que dijo. ¾Está hecho a tú medida, y parece que estuvieses acostumbrado a usarlo¾, añadió en un tono que a él le pareció sincero. Cuando las puertas de ascensor se abrieron se despidió del comisario visiblemente nervioso e incomodo con el uniforme. Daireaux le deseo suerte.
La encontró sentada en uno de los sillones del lobby y se acercó a ella. Percibió que se sorprendía al verlo vestido así. Por la mirada y las palabras que dijo en su idioma intuyó que le hacia un elogio, aunque no estaba seguro. Le tomó, entonces, la mano y la invitó a levantarse y ella se irguió con una sonrisa de agradecimiento. Se complació en recordar lo espléndida que estaba con ese vestido azul de fiesta. Ella lo tomó del brazo con un mohín y él se imaginó que ella se sentía orgullosa con su compañía.
III
Ya en la calle se paró inseguro. No muy cómodo con la vestimenta y aterrorizado de toparse con el comandante hizo una seña para que el portero le consiguiese un taxi. Quería salir lo más rápido posible de la puerta del hotel. Pero se frustro; ella le señaló con gestos de que se irían caminando. Él trató de persuadirla pero ella fue más convincente que él. Caminaron en silencio perdiéndose por las calles antiguas de la ciudad hasta desembocar sobre la avenida costanera del Danubio. Luego bordearon la orilla del río. A esa hora silencioso y oscuro; sospechó que algunas parejas furtivas aprovechaban la escasa iluminación para hacer el amor. Él quiso iniciar una conversación pero cada vez que se decidía a decir algo chocaba contra el sólido muro de la incomprensión idiomática. Y ella parecía gozar del silencio, y cuando él intentaba comunicarse ella sonreía y dándole unas palmadas sobre su brazo parecía decirle que no importaba. Al final desembocaron en una plaza. A un costado de la misma percibió recortado por la luz de la luna la silueta de un antiguo edificio. Sonrió ahora recordando ese momento.
‑ The Parlament ‑ dijo ella adivinando su mirada curiosa y él asintió e introduciendo su mano en el bolsillo de su saco extrajo un paquete de cigarrillos “Parliament”. Ella lo miró desconcertada por unos segundos y luego soltó una estrepitosa risa que lo descolocó. Después ella le explicó sin dejar de sonreír con gestos de que no quería fumar y la diferencia entre una y otra palabra. Luego él se distrajo observando el paso de dos jóvenes sosteniendo cada uno un velón. Ya antes, mientras venían caminando, había reparado distraídamente a pequeños grupos llevando antorchas o velas encendidas de diferentes tamaños. Se preguntó si eso significaba que se apagaría la luz de la ciudad en cualquier momento, y la gente se preparaba para esa eventualidad. Fue cuando advirtió que en la plaza había una multitud portando antorchas y velas. No pudo dejar de comparar la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y la plaza en la que había estado hacia tres años; la primera ruidosa y llena de bombos y la segunda silenciosa como si se fueran a honrar a los muertos. Y su mente, entonces, rememoró otro recuerdo de su infancia, esta vez con su tía, una noche de antorchas en la Plaza de Mayo. ¾Es por Evita¾, le había dicho su tía. Volvió de nuevo sus pensamientos a Budapest. Ella soltándose del brazo de él lo tomó de la mano. Él volvió a sentir el placer del contacto de la mano tibia y suave mientras lo llevaba al centro de la plaza. Un orador, en una improvisada tribuna, parecía decir un discurso a la masa que lo rodeaba. A los pocos minutos, (que a él le parecieron horas) el orador se calló. Se hizo a continuación un extraño silencio. Segundos después comenzó a oírse el murmullo de una canción que se fue extendiendo y agrandando. Pronto todo el mundo en la plaza estaba cantando aparentemente la misma canción. En ese momento observó a su compañera de reojo y se sorprendió. Ella estaba también cantando y se notaba su emoción; unas lagrimas recorrían su rostro mientras su mano apretaba con fuerza la de él, y sintió, sin comprender el por qué, que le transmitía la misma emoción. Prestó mayor atención a la canción y le pareció un himno similar al de su patria. Incomprensiblemente, se confesó ahora, en aquel momento sintió que su corazón se conmovía.[1]
Cuando finalizó la canción volvió a reinar el silencio para después la gente comenzar a desconcentrarse calladamente con sus antorchas y velas encendidas. Ella dijo unas palabras en húngaro mientras se secaba las lagrimas con un pañuelo que él interpretó como de disculpas. Luego tomándolo de nuevo del brazo lo llevó hacia la parada de un ómnibus.
Viajaron en silencio un trayecto de unos diez o veinte minutos, no podía recordar. Poco después ella con su perpetua sonrisa le hizo una seña para que se levantase y bajaran en la próxima parada. Al bajar se enfrento a un edificio iluminado similar al teatro Colón. Ella le dijo algo que supuso sería el nombre del teatro pero lo único que entendió fue “Opera Jaus” o algo que se pronunciaba parecido.
Ingreso al hall del teatro del brazo de ella con la sensación de una entrada triunfal. Sintió que las miradas se centraban en ellos. Recordó entonces que volvió a sentir la misma incomodidad de antes. El terror de que alguien se le acercase y lo criticase por la usurpación del uniforme. Tratando de disipar esos funestos pensamientos trató de recrearse mirando el lugar. De chico, hizo memoria, la maestra les había leído la historia de un tipo que si mal no recordaba se llamaba Anastasio El Poyo. No recordaba bien pero sabía que era la historia de un paisano metido en el teatro Colón. Lo que sí estuvo seguro era que él se sintió como pollo en gallinero ajeno. Jamás había entrado en un teatro como ese. En su pueblo había conocido los teatros de circo que se atrevían a llegar a esos parajes, o las compañías de radioteatro; y en Buenos Aires los teatros de revistas. Y en París, acompañado de la tripulación del carguero había ido a ver los espectáculos de “strip tease”. ¾¡Pero un espectáculo de música clásica! ¡Que joder, nunca!¾ Exclamó, y admitió que esa fue la primera y hasta ahora última vez.
Trató entonces de comportarse con naturalidad ingresando a la platea. Sentado pasó la mirada observando como se iba acomodando la gente; algunos con expresión solemne y otros, en grupo, alegres como si en vez de escuchar música fuesen a bailar y cantar. Luego se distrajo mirando el programa. La escritura húngara le parecía chino, pero a pesar de eso pudo acertar que una joven tocaría el piano acompañado de una orquesta juvenil. El programa incluía los nombres de Mozart y Beehtoven; cerró el programa y con mirada aburrida observó el escenario, que no cubría ningún telón, donde había un enorme piano de cola y sillas con atriles esperando a los músicos. Minutos después aparecieron los músicos y cada uno ocupó su lugar silenciosamente; luego las luces de la platea se debilitaron hasta quedar a oscuras y unos focos iluminaron el escenario apareciendo entonces una joven que se puso al lado del piano. Todos aplaudieron, mientras la joven después de inclinar la cabeza en un gesto de agradecimiento se sentaba al piano.
Se hizo un silencio religioso por unos segundos. La joven hundió sus dedos sobre las teclas produciendo los primeros sonidos de las cuerdas del piano, acompañado de inmediato por toda la orquesta.
Recapitulando sobre aquel concierto reconoció sorprendido que no la pasó tan mal. La música le agradó tanto como los tangos que bailaba en el Palacio de las Flores en Buenos Aires.
Después de salir del teatro ella lo llevó a comer. El restaurante que eligió era más parecido a un bodegón de San Telmo que a un pub de los que había conocido una vez en Londres. Comieron en silencio como el resto de los comensales hasta que apareció un violinista. Éste parecía tan viejo como el lugar. Sin que se lo pidieran comenzó a tocar entre las mesas un popurrí de valses y czardas. Al tiempo que incitaba a los clientes a cantar y batir palmas. La gente comenzó a alegrarse y varias parejas se pusieron a bailar en el centro del salón estimulando a otras parejas a hacer lo mismo.
Fue en ese momento, recordó, cuando el viejo violinista se acercó a ellos y dijo unas palabras en húngaro. Ella contestó de inmediato con su eterna sonrisa.
‑¡Ah…! ¡Tango…! ‑ exclamó entonces el violinista sorprendido mirándolo y de inmediato arranco con los compases de “La comparsita”. El se sorprendió, y luego agradeció con timidez cuando el violinista interrumpió su ejecución y se dirigió a la mujer con un tono que a él le pareció de confabulación. Ella volvió a sonreír con mayor entusiasmo mientras lo miraba a él con sus ojos chispeantes. Luego reacciono y tomándolo de la mano lo tironeo hacia el centro del salón. Al tiempo que el zíngaro iniciaba con ímpetu las primeras notas de un vals. Y al abrazarla sintió una corriente eléctrica por todo su cuerpo; la apretó contra sí y sintió que ella se pegaba a él con firmeza. El contacto de su cuerpo y el calor que emanaba de ella lo perturbaron y lo excitaron. Recordó que se controló con esfuerzo, intentando continuar danzando al compás de la música.
Debió ser como las dos de la mañana, cuando el mozo se les acercó y les dijo que cerrarían el local. No bien salieron del restaurante ella decidió tomar un taxi y él la siguió dócilmente. Calculó que el taxi tardó unos quince o veinte minutos en recorrer una o dos avenidas de la ciudad antes de tomar por unas intrincadas callejuelas a cuyos lados se levantaban edificios en monobloques rodeados de árboles. Unos minutos después el taxi se detuvo en un edificio de departamentos.
Con gestos y palabras en inglés ella trató de decirle que vivía ahí. Él asintió con la cabeza y se dispuso a bajar; entonces ella le puso la mano sobre el pecho para detenerlo y dándole un beso en la mejilla le dijo en castellano ‑ Adiós. ‑ Y abriendo la puerta del auto descendió. Quedó sorprendido al escuchar una palabra de su lengua y le quitó reacción; cuando se recuperó de su sorpresa ella ya estaba introduciendo la llave en la puerta de entrada y lo despedía agitando la mano. Confundido cerró la puerta del vehículo mientras pensaba que todas sus fantasías eróticas que pasaría esa noche se hacían humo. El taxi se puso en movimiento y miró por ultima vez por detrás del vidrio de la ventanilla la espalda de la mujer que ingresaba al edificio. “Lo que siguió fue como una película de Carlitos…,” murmuró.
En el momento que el taxi aceleraba vio que ella volvía a salir y corría hacia el vehículo. Él sin pensar le ordenó al taxi que parara, pero este no entendió lo que decía su pasajero y no se detuvo. Desesperado lo tomó del hombro y lo zamarreó y éste sorprendido frenó bruscamente mirando con temor a su pasajero. Repuesto prorrumpió con un vocabulario húngaro que él sospechó no estaría exento de insultos a su persona. En tanto llegó ella agitada y dirigiéndose al conductor le habló en su lengua a la vez que rebuscaba nerviosa en su bolso para luego sacar su billetera y pagarle. El taxista volvió a cambiar su expresión mientras recibía el dinero cruzando una mirada cómplice con él. No necesito que nadie lo invitara a bajar y no bien cerró la puerta del vehículo el taxi salió disparado. Ambos entonces quedaron enfrentados en la solitaria y serena noche mirándose mutuamente a los ojos. Rememorando aquella noche pensó que el carmín de sus labios eran resaltados por el brillo de la luna y quiso besarla, pero su timidez lo paralizó. Ella sin perder su sonrisa le tomó la mano callosa con la suya delicada y tersa conduciéndolo hacia la entrada del edificio. El se sintió como un niño llevado de la mano de su madre.
Hizo un alto en sus recuerdos mientras encendía un nuevo cigarrillo y daba las primeras pitadas repasando los acontecimientos de aquella noche. Jamás se volvió a repetir en su vida tanto fuego como el que ardió esa noche, admitió.
Por la mañana lo despertó el fuerte olor a café. Ella apareció con un tazón de café, pan negro y un trozo de salame sobre una bandeja. Se veía alegre y en su idioma natal adivinó él que lo invitaba a desayunar. Actuaba como una amante solícita que quiere halagar a su compañero. Se sentó en la cama tomado la bandeja, mientras ella recogió la camisa blanca que estaba en el piso. Hizo un comentario, que no se preocupo en entender, pero al hacer ella una mímica sobre la camisa entendió que la plancharía. Con la boca llena de pan y salame, asintió despreocupado.
‑ ¿Daireaux…? Daireaux, ist your last name… ‑ dijo ella sonriente dándolo por seguro y señalando el nombre bordado en la camisa. Esto lo tomó de sorpresa y se atragantó con la comida. Tosió y bebió apurado el fuerte y negro café para aliviarse y evitar regurgitar la masa de pan y salame. ¾Y fue peor…¾ farfulló. El trago de café fue interrumpido con otra convulsión y escupió parte de lo que tenía en la boca y derramó el café de la taza. Ella extrañada tomó la bandeja y con gestos le indicó que se levantará. Seguido señaló un sillón para que se sentara mientras en su idioma se expresaba con preocupación. Luego fue hasta la cocina a dejar la bandeja y volvió con un trapo y una esponja para limpiar la cama.
Aparentemente, ella se convenció que se llamaba Daireaux, y él no hizo ningún esfuerzo para desmentirlo. Luego el incidente quedó olvidado ya que cuando la estaba observando como ordenaba la cama sintió que se excitaba y se abalanzo sobre ella. No se resistió, y por el contrario, lo abrazó con una mezcla de furia y deseo haciendo el amor con el mismo ardor que la noche anterior y otra vez se sorprendió de la forma volcánica en que se entregaron.
La mañana de domingo, evocó, se presentó más como un día de primavera, que de otoño. Una vez que le planchó la camisa y el pantalón lo apuró para salir a caminar.
Ignorando hacia donde se dirigían tomaron un ómnibus y poco tiempo después bajaron en una especie de plazoleta. Había una iglesia grande cuya arquitectura le recordó a la catedral de La Plata; detrás de la iglesia se veía el moderno edificio del hotel Hilton. Se dio cuenta que el lugar era una zona de turismo como lo era la plazoleta de San Telmo o la Recoleta. Y se sorprendió cuando ella tomándolo del brazo lo empujó hacia la catedral.
Hizo memoria, tratando de recordar cuantas veces había entrado a una iglesia. Debió reconocer que, salvo de chico, cuando lo llevaban sus tíos los domingos y la vez que se casó su hermana y en el bautismo de su sobrino, jamás volvió a entrar en una iglesia. Debió confesar que ingresó al templo con cierto temor imaginando que Dios no le perdonaría su falta de atención hacia Él. Sin embargo sus temores de que un rayo cayese sobre él fulminándolo desaparecieron en cuanto entró. Se sintió maravillado ante el imponente interior de la iglesia. Estaba lleno de gente como la noche anterior en el concierto. Y a ambos lados había gente parada formando una masa compacta. Ella se adelantó y se abrió paso notando que la gente se corría al verlo a él y supuso que su uniforme despertaba curiosidad. Llegaron hasta cerca del altar quedándose a un costado. En ese instante advirtió que el cura estaba dando la misa.
Aburrido comenzó a pasar la mirada por la ornamentación de la majestuosa catedral. Se detuvo a observar unas estatuas de santos que lo miraban con ojos compasivos. Al menos esa fue la impresión que tuvo. Uno de ellos advirtió tenia un aire a alguien conocido; el rostro a medida que lo observaba más detenidamente le resultaba familiar. Se sobresalto al descubrir la semejanza con su compañero Lombriz, y ese descubrimiento fue suficiente para aclararle la memoria; miró la hora casi con desesperación, eran las doce y cuarto. ¡A la una salía el carguero y él estaba lo más pancho en una iglesia! Sin pensar la tomó del brazo y casi la arrastró rápidamente hacia la salida. Ella lo miraba con asombro y parloteaba en su lengua lo que él intuyó sería una condena a su proceder. Se paró en la escalinata de entrada a la catedral y aunque perdía minutos preciosos trató con mímicas y gestos de hacerle entender que perdía el avión, y que antes tenía que pasar por el hotel a recoger sus cosas. Ella pareció entender después de unos segundos de duda. Luego ella tomó la iniciativa y aferrando su mano se dirigió con paso presuroso hacia el hotel Hilton distante unos treinta metros de donde estaban. Enfilo directo hacia un taxi parado frente a la entrada del hotel.
En el trayecto ambos se mantuvieron en silencio. Cuando llegaron el portero se apresuro a darle un papel; era un mensaje de su compañero Lombriz. La tripulación ya había dejado el hotel y se dirigían hacia el aeropuerto, se habían llevado su bolso y lo esperaban en la zona de cargas. Devuelta en el taxi tomaron rumbo a la estación aérea encerrados en sus pensamientos. Los de él, admitió, confusos por un lado por no saber como despedirse de ella. Por otro lado más preocupado, y asustado, si el comandante lo veía con el uniforme del comisario de abordo.
Cuando al final llegaron él descendió primero y salió corriendo olvidándose de la mujer. El sonido de la voz de ella lo paró en seco, giró sobre si y la enfrentó. Por unos segundos no supo que hacer. Ella lo miraba con sus ojos grises brillantes y su eterna sonrisa aunque notó, o creyó notar, un cierto rictus de amargura. La tomó de los brazos y la atrajo hacia él y le dio un suave beso en la frente. Advirtió en ese momento que unas lagrimas corrían por sus mejillas; se las limpio con el pulgar, y ella volvió a sonreír. Hizo un gesto para que le diera un lápiz y un papel: En el escribió Juan Daireaux y la dirección de la compañía aérea en Ezeiza. ¾Escríbeme…¾, atinó a decir, y la volvió a besar.
El rostro del comandante y del avión despegando se le presento en su mente. ‑ Adiós ‑ logró despedirse y salió corriendo hacia la entrada presintiendo que la dejaba llorando. ¾Y no la vi más…¾, murmuro con un suspiro.
Después de eso recordó que a escondidas y con la ayuda de Lombriz pudo cambiarse. ¾Pero no me salve del reto del comandante por llegar tarde¾ comentó pensativo.
Cambió de posición en su improvisado asiento mientras apagaba su segundo cigarrillo. Luego apoyó sus codos sobre sus rodillas sosteniendo la tarjeta postal con las dos manos; la contemplo por unos segundos como si quisiera arrancarle un secreto mensaje que intuía debería tener, pero que no podía adivinar. Luego, en forma impulsiva, la rasgó en cuatro pedazos. Se levantó y decidido se dirigió hacia un tambor de gasolina que hacia de recipiente de basura.
En una plaza de Budapest, una mujer sentada en un banco observa con atención como su hijo de dos años juega en la arena con otros niños de su misma edad. Su mente repasa su pasado. Unas lagrimas corren por sus mejillas al recordar con nostalgia un otoño de hace tres años. Absorta en ese recuerdo del pasado no se dio cuenta que su hijo se había acercado y la miraba con sus ojos pardos en silencio. Sonrió mientras con un pañuelo se limpió el rostro, luego abrazó al niño con una mano y con la otra le revolvió el negro cabello. ‑ “You look like you father… and you skin has the same perfume…” ‑ murmuró sin que el niño la entendiera.
Buenos Aires 18/4/93
[1] La acción transcurre a fines de octubre, de 1989. Días después se inicia la caída del muro de Berlín y el fin del comunismo. La gente en la plaza está festejando el levantamiento de 1956 contra la ocupación de la URSS. Cantan el himno nacional de Hungría.